viernes, 21 de enero de 2011

El Símbolo Cristal II


Ya sé que no he escrito hace mucho tiempo en el blog, pero por acá quiero revelar tan solo una pincelada del producto de mi ausencia y el trabajo de cada día frente al computador. Y sin más precedentes ni palabras de más, acá doy un pequeño adelanto de lo que será (este año, y esperemos que pronto) la segunda entrega de El Símbolo Cristal, cuyo título mencionaré próximamente. Espero que les guste lo poquito que dejaré acá, tan solo el comienzo del capítulo 1:

1
Las mágicas cumbres de Serket

Un hilillo de brisa venía zigzagueando libremente por toda la ciudad, tan juguetón y helado como cualquier hilillo de brisa allí en Serket. Los pelitos del cuerpo de Yuke se erizaron de inmediato, algo que en palabras resumidas podría decirse como: todo el cuerpo de Yuke se erizó. Ni siquiera las capas blancas que una vez les entregaron los aris servían para protegerlos de semejante frío. Yuke no podía parar de elucubrar decenas de suposiciones extravagantes sobre la procedencia de aquél frío tan ingrato. Cuánto deseaba un poquito de aquél desierto en el que una vez se quejó del calor. ¿No había un sólo sitio en el que se pudiera estar a gusto con el clima? Claro que sí, en Tuiket. Pero Yuke ya no anhelaba Tuiket tanto como lo había anhelado por mucho tiempo. Sus piernitas se habían acostumbrado a las aventuras sorpresivas que surgían como plantas en su caminar. Aunque esto no significaba que no quisiera estar en un sitio tranquilo sin preocupaciones que involucraran cristales o hechizos.

Mantener un monólogo en su mente había sido algo que practicaba desde que Montblanc llegó a Serket. La noticia de que había podido engañar a Abyus era algo relativamente bueno, teniendo en cuenta que ahora Abyus no sospechaba de Montblanc. Sin embargo, no le era del todo reconfortante darse cuenta de que ese ente maligno seguía creyendo que ellos eran los portadores del cristal. La tarea de ser los señuelos de Abyus los acercó a su muerte a tal grado que estaba del todo seguro que así acabarían sus días. Pero Yuke no era alguien conformista y mucho menos pesimista. Prefería mencionar uno que otro chiste o burla en sus monólogos mentales, y pasar el tiempo divirtiéndose, aunque irónicamente fuera a expensas del mismísimo Abyus.

Desde aquél día en que llegaron a Serket una especie de ronquera dolorosa lo afectó, razón por la cual había evitado mencionar una sola palabra. Estar mudo, y prácticamente sordo y ciego por la ventisca, provocaba que sus ánimos subieran y bajaran inestablemente, como si se tratara de una chica bolttie adolescente. Cada diez segundos tenía que sacudirse la capa de nieve que le caía sin excepción alguna. Aunque ahora entendía por que nadie sospechó nunca que allí hubiese una ciudad.

Fue muy curioso ver que los árboles allí no estaban por completo cubiertos de nieve. Con esa ventisca deberían ser montículos blancos y no frondosas copas azules danzantes. Sí, danzantes. Esos árboles se llamaban «buraios», y daban unos frutos color naranja muy deliciosos y jugosos llamados de igual forma que su árbol. Eran árboles muy altos, tan altos como los huascuis donde vivía Yuke.

Estar debajo de ellos brindaba una sensación mágica, porque nunca paraban de deshojar esas redondas hojas azules que flotaban delicadamente cuál papel a pesar de la fuerte ventisca. Los habitantes de Serket decían que los buraios tenían magia arraigada dentro de ellos, y por eso nunca dejaban de florecer y de deshojar. También crecían como a ellos se les antojara, a veces en formas de colochos y a veces crecían tan recto que alcanzaban alturas descomunales. Para Yuke estos árboles eran lo mejor de Serket. A pesar de que le gustaba el frío y la blancura de la nieve, no había nada en ese lugar que le agradara más que algo de calidez. Por iniciativa propia descubrió que esos árboles eran tan cálidos como nada lo era allí. Tenían una calefacción interna que parecía producto de la magia. ¿Sería verdad que esos árboles eran mágicos? A fin de cuentas, todo en ese sitio tenía algo de mágico. Simplemente haberlos resguardado de una ventisca mortal y de la persecución de Abyus ya era más de lo que podían haber pedido.

Serket era una ciudad muy bella. De no haber sido por la nieve, Yuke podría ver que todas y cada una de las edificaciones parecían construidas por la misma persona, como si cada parte de la ciudad fuera una pieza de un enorme rompecabezas. Estaba construida de tal forma que todo rodeaba la plaza central, como si se tratase de una espiral expandiéndose hasta los límites de la montaña. El suelo de la ciudad estaba adoquinado por rocas de un color dorado opaco, colocadas de forma perfecta, de dicha manera que, si no hubiese nieve, se vería como una ciudad con luz propia. A excepción de ello, todas las construcciones eran muy simples, casi siempre cuadradas, en la medida de lo posible. Adornaban las jambas de las puertas y las ventanas con grabados rupestres, casi dibujados a base de retículas, semejantes a un friso con estilizaciones de animales o personas. Todo era muy simétrico y hermoso, con una simplicidad envidiable pero detallista. Así era Serket, una ciudad escalonada cual pirámide invertida, siempre concéntrica y cubierta por la nieve incesante de la montaña. Una ciudad solemne, hasta cierto punto venerable, como exornada por un poeta virtuoso que la hizo brotar de sus labios.

A un costado de ella, subiendo por unos escalones que ascendían como un río hasta la cima de la montaña más alta, estaba el Templo de la montaña. Era un sitio sagrado al que pocos tenían acceso, un lugar, de por sí, ya difícil de alcanzar. Se decía que para subir a ese sitio era necesaria la compañía de uno de los sabios de la ciudad. No se le permitía subir a cualquier persona. Era un sitio sagrado, un sitio de oración y tranquilidad, Muchos hallaban la armonía interior en lo alto del templo, recibiendo la fuerte brisa gélida que invadía la cima de la montaña, haciéndoles ver que más allá de las dificultades siempre era posible hallar la paz. Para todos aquellos que sabían que la paz que se busca, pocos la encuentran, era muy probable que el sitio para hallarla fuese en lo alto de Serket, en el Templo de la montaña.

Durante las tardes, Yuke solía pasearse por la ciudad. Su monólogo sostenía charlas y debates muy interesantes, entre los cuales la ciudad de Serket, Abyus, los pergaminos y el Cristal, figuraban la mayor parte del tiempo.

Su explorador interno le reveló muchos hallazgos maravillosos para él. Desde los mismos buraios, hasta unas cavernas muy profundas y hermosas. Allí dentro, vio que las raíces de los buraios que crecían sobre las cavernas descendían como atraídas por la gravedad, atravesando la tierra hasta salir por debajo, justo en el techo de las cavernas. Se clavaban delicadamente en lo hondo de un lago subterráneo de un color azul casi fosforescente. La luz misteriosa que emitía el lago iluminaba todos los muros de la caverna con una luz cálida.

Ago les explicó que Serket era el nombre que recibió el volcán sobre el cual se construyó esa ciudad, pero que desde hacía muchísimos años el volcán era inactivo. Su cráter se había obstruido con muchísima tierra, de tal manera que el sitio en el cuál debería estar, ahora estaba el centro de la ciudad, justo debajo de la plaza. Muchos lagos de agua cálida e hirviente descansaban bajo tierra, y todos los árboles habían aprovechado esto para nutrir sus raíces con el calor y mantenerse con vida. Todo esto daba lugar a un paisaje mítico también en el subsuelo de la ciudad, sitio en el cual Yuke pasaba días enteros escribiendo en un pequeño cuadernito que le regalaron. Allí hizo dibujos y narró absolutamente todo lo que les había sucedido desde el primer día de viaje. Incluso escribió un par de hechizos de Montblanc; aunque, para su desdicha, nunca pudo realizar ninguno por más que lo intentó.

Posiblemente el estar entrando y saliendo de esas cavernas provocó que aumentara la ronquera de Yuke. Siempre supo que pasar de un sitio cálido a uno helado no le haría nada bien. Fuera, por toda la ciudad y más allá, la nieve caía cargada de granizos, a una velocidad descomunal. Los vientos a tales alturas eran agresivos, golpeando sus rostros como si un dios mitológico soplara justo sobre ellos.

Las gentes en Serket habían construido muchísimos puentes que armaban caminos elevados por sobre los acueductos del sitio. La producción de agua, debido al calor subterráneo que derretía la nieve, dio origen a este sistema organizado y efectivo de acueductos. Estos acueductos, que bordeaban en círculos la ciudad, descendían como terrazas escalonadas irrigando campos donde se cultivaban frutos desconocidos por todos. Había ciritos, baias, ferioieres y pulmirias. Este ecosistema artificial proporcionaba alimento y abrigo a todos los de Serket. La misma magia que envolvía la ciudad evitaba que la nieve se aferrara en las hendijas de las rocas, por lo que ninguna casa se destruía con el hielo.

Los pocos árboles que sí estaban cubiertos por la nieve eran unos enormes de troncos demasiado gruesos como para cortarlos. Yuke pensaba que de haber juntado una docena de esos árboles podrían construir una muralla impenetrable o un hábitat para cientos de miles de animales.

A pesar del ambiente ajetreado que simulaba la ventisca, todo allí emitía un aura apaciguadora. No hacía falta estar más de un día en Serket para darse cuenta de la verdadera magia que envolvía la ciudad. Efectivamente, Yuke sentía lo mismo de aquella vez en que entró a la ciudad de las Pirámides de Bronce. Algo entre ambas ciudades era igual. ¿Sería posible que la misma magia que envolvía las Pirámides de Bronce estuviera también presente en Serket?


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